Sentada en silla baja, de enea,
tu perfil es moneda, sobre el ladrillo rojo.
Sencilla como línea; como cisterna, honda;
callada como noche, en la alta montaña.
Al levantar tu mano, de cálido alabastro
clarea, traspasada de luz;
es purísimo hilo, y son rayos de sol
lo que en la tela prendes:
la labor de ganchilo acabada.
Se ha prendido el Amor, en tu pañuelo blanco,
le llamaste con él:
y apresura al invierno, está inquieto el Eterno
por gozar tus caricias.
Cuando el Niño babee,
cuando seques el llanto, del encarnado Verbo
será con tu pañuelo, de labor de ganchillo.
Pañuelo de ganchillo, que recoge las perlas
de la espléndida frente del Hombre,
mientras está curvado, sobre la larga mesa
cepillando el tablón de madera...
Pañizuelo de Madre, los bordes de marfil
que el tiempo amarillea;
hoy el calor se ha ido, toda la luz se apaga.
Pañuelo del mar de las lágrimas
–muerto el Hijo en tus brazos–,
se engarza de rubíes, con Sangre de tu entraña.
Pedro Antonio Urbina
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